viernes, 29 de junio de 2012

Para el niño que todos alguna vez fuimos

A LEÓN WERTH 

Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona grande.

Tengo una seria excusa: esta persona grande es el mejor amigo que tengo en el mundo.

Tengo otra excusa: esta persona grande puede comprender todo; incluso los libros para niños.

Tengo una tercera excusa: esta persona grande vive en Francia, donde tiene hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo.

Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.)

Corrijo, pues, mi dedicatoria:

 A LEÓN WERTH CUANDO ERA NIÑO


Dedicatoria de "El principito" - Antoine de Saint-Exupéry

jueves, 28 de junio de 2012

La belleza inconmensurable de una buena zambullida

"La explosión de la zambullida suena y retumba diseminándose en el aire tranquilo. El cuerpo de Wenceslao entra en el agua que se cierra por detrás, dejándolo adentro, como una crisálida en un capullo elástico, pesado y móvil. En el fondo, Wenceslao se desplaza abriendo los ojos y viendo una penumbra amarillenta y translúcida enturbiada por el barro delgado y flotante que la zambullida ha levantado desde el lecho del río. Cierra los ojos otra vez. Su cuerpo hace un giro brusco, frenado en su violencia por la presión del agua, y a sus oídos llega el tumulto vago del líquido que sus miembros sacuden. Comienza a avanzar con suavidad separando el agua con las manos, sin ruido, otra vez con los ojos abiertos en el interior de la penumbra translúcida. De golpe comienza a subir y el rumor atenuado del fondo se convierte en el ruido múltiple y súbito del choque con la superficie cuando su cabeza emerge del agua. Ha salido mirando hacia el centro del río y no hacia la orilla desde la que se zambulló. La superficie violácea se vuelve otra vez esa masa amarillenta y translúcida cuando hunde de nuevo la cabeza en el agua y abre los ojos, comenzando a girar y a desplazarse. Mantiene el movimiento de traslación y rotación durante un momento y cuando asoma por segunda vez a la superficie vuelve a estar dando la cara al centro del río y no hacia la orilla desde la que se ha zambullido. Después nada en la superficie en dirección al centro del río. Avanza con brazadas armoniosas, la cara hundida en el agua asomando de tanto en tanto para recuperar la respiración, el pataleo mudo bajo el agua estallando a intervalos en la superficie y produciendo un penacho turbulento de espuma blanca que se deshace en seguida y que impide ver los pies cuando se mueven a ras del agua. Vuelve a detenerse y poniéndose boca arriba cierra los ojos y se deja flotar. La piel mojada resplandece sin embargo como más cálida sobre la gran extensión violácea. En sus oídos resuenan todavía, mezclados, el tumulto del agua en la superficie y el rumor subacuático que parece continuo en relación a los golpes súbitos y fugaces de la superficie. Cuando llega al centro del río pone el cuerpo en posición vertical -si bien la parte inferior, bajo el agua, queda como floja y acumulada contra el revés de la superficie- y mira a su alrededor. La mirada, a ras de agua, choca contra la orilla desde la que se ha zambullido y trepa por la barranca hasta la punta, sigue subiendo hasta las copas de los árboles sobre las que resbala la luz solar. Después baja otra vez a ras del agua y se desliza por la superficie calma, violada, hasta un punto en el horizonte en el que el agua parece estar mas alta que los ojos y sin embargo inmóvil y lisa. Wenceslao nada otra vez en dirección a la orilla y sale del agua. Su cuerpo magro, desnudo, es más blanco desde el ombligo hasta la mitad superior de los muslos. El resto es oscuro, tostado, y chorrea agua. El pelo veteado de gris esta pegado al cráneo y los pies humedos, que se adhieren al suelo arenoso, van dejando unas huellas rápidas y nitidas. Vuelve a pararse en la punta de la barranca y se vuelve a zambullir. La misma explosión del principio sacude la superficie violácea y al abrir los ojos, en el fondo, Wenceslao percibe otra vez la penumbra amarillenta y translúcida en la que las particulas de barro flotan lentas a mitad de camino entre el fondo y la superficie. Al cerrar los ojos la oscuridad lo cine en un tumulto confuso y por un momento no percibe la dirección en la que se desplaza ni tampoco el hecho mismo de estar en el agua. Siempre con los ojos cerrados vuelve a subir y cuando asoma la cabeza abre los ojos y ve la orilla y los arboles. Ahora la luz solar es de nuevo horizontal y sus rayos atraviesan los huecos de la fronda formando entre los árboles volumenes amarillos suspendidos en el aire o como depositados sobre las ramas. El sonido de voces lo hace volverse despacio, braceando, y entonces ve aparecer las dos canoas cargadas de mujeres, viniendo desde un riacho. Viene adelante la canoa amarilla; detras viene la verde. Vistas desde el ras del agua las embarcaciones parecen más grandes de lo que son, y avanzan atravesando el río en diagonal. Rosa reina en la amarilla, de espaldas a la dirección que trae. A cinco metros de distancia, la canoa verde, en la que rema la Negra, sigue a la amarilla en línea tan recta que da la impresión de que la amarilla viniese remolcándola. Avanzan atravesando el río en diagonal; las voces de las mujeres suenan y se disipan en el aire al que mancha el resplandor del agua. En la amarilla, la Teresita va en la proa, la cara en el mismo sentido en que avanza la canoa. Teresa esta sentada frente a Rosa y la oye hablar, inmóvil. En la canoa verde es Rosita la que viene en la proa, mirando en la misma dirección que la Teresita; Josefa, sentada cerca de la popa, le da la espalda a la Negra, cuyo torso amarillo que remata en la cabeza amarilla se bambolea al ritmo de los remos. Teresa es la primera que ve a Wenceslao, y lo senala con la mano. Rosa maniobra con los remos, quebrando la línea diagonal y viniendo en línea recta hacia Wenceslao. La Negra se entrevera un momento con los remos, haciendo oscilar como un pendulo lento la proa verde antes de lograr enfilar en la misma dirección que la canoa amarilla. Wenceslao comienza a nadar hacia las embarcaciones. Se alcanzan rápido. Wenceslao deja de nadar y braceando y pataleando de un modo continuo para mantenerse a flote, ve como Rosa hace una maniobra diestra con los remos y para de golpe la canoa. La imagen invertida de la canoa amarilla con las tres mujeres se refleja en el agua, oscura, confusa, quebradiza."

Extraído de "El limonero real" - Juan José Saer

jueves, 21 de junio de 2012

miércoles, 13 de junio de 2012

Cansa ser, suele sentir



Cansa ser, suele sentir, pensar destruye. 
Ajena a nosotros derrúmbase la hora, 
Dentro y fuera de nosotros, y todo en ella. 
Inútilmente el alma llora.

¿De qué sirve? ¿Qué es lo que debe servir? 
Pálido esbozo leve 
Del sol de invierno sonríe en mi cama... 
Vago susurro breve. 

De las vocecitas que despierta la mañana, 
De la fútil promesa del día, 
Muerta al nacer, en la esperanza absurda y lejana 
En la que el alma confía.

lunes, 11 de junio de 2012

la contemplación de la belleza

"Había ocurrido tres horas antes: Shimamura estaba contemplando el dedo índice de su mano izquierda. Solo ese dedo parecía conservar un recuerdo vital de la mujer que se proponía reencontrar. Cuanto más se esforzaba en convocar su imagen, más lo traicionaba su memoria y más difusa se le haría aquella mujer. No conocía su nombre siquiera. En esa incertidumbre, sólo el dedo índice de su mano izquierda parecía conservar el tibio recuerdo de aquella mujer y acortar la distancia que los separaba. Invadido por la extrañeza, Shimamura se llevó la mano a los labios y luego trazó una línea distraída en el vidrio empañado. Un ojo femenino irrumpió en el cristal. Shimamura se estremeció. Creyó que había estado soñando hasta que comprendió que era sólo el reflejo en la ventanilla de la muchacha sentada al otro lado del pasillo. 
Afuera caía la noche y acababan de encenderse las luces del vagón. El ojo era de tan extraña belleza que él simuló que acababa de despertarse y desempañó el resto del vidrio como si quisiera ver adonde estaban. 
La muchacha estaba incorporada en el asiento, vuelta hacia su acompañante. Por el modo en que los hombros concentraban la tensión de todo el cuerpo, Shimamura supo que era un atento desvelo hacia su  acompañante lo que hacía que la muchacha no parpadeara. El hombre tenía la cabeza apoyada contra la ventanilla y las piernas sobre el asiento frente a la muchacha. Iban en un vagón de tercera. La pareja no estaba en la misma fila que Shimamura sino una más adelante, en diagonal a él, lo que le permitía mirarla directamente. Pero ya en el momento en que los vio subir al tren hubo algo inquietante en la belleza de ella que lo obligó a bajar los ojos y registrar sólo los dedos cenicientos del hombre aferrados al brazo de ella. 
En el reflejo, el hombre exhibía una combinación de protección y debilidad que hacía lícito que posara sus ojos en el pecho de la muchacha. Un extremo de su bufanda le servia de almohada, el resto le cubría el cuello y la boca. De tanto en tanto, el paño parecía obstaculizarle la respiración, pero antes de que él manifestara el menor signo de molestia la muchacha se la reacomodaba con suavidad. El procedimiento se repitió tantas veces que Shimamura empezó a sentir impaciencia. Lo mismo ocurría con el sobretodo: cada vez que se abría uno de los faldones, la muchacha se apresuraba a colocarlo en su lugar, cubriendo las piernas del hombre. Todo era completamente natural, como si ambos estuvieran igualmente decididos a repetir esa rutina durante lo que restaba del viaje. Shimamura contemplaba la escena sin sentir ni el menor asomo del dolor que suscita lo verdaderamente triste. Más bien era como asistir a la escena de un sueño, seguramente por el efecto de verla reflejada en el cristal, superpuesta al paisaje nocturno. 
Las dos figuras, transparentes e intangibles, y el fondo, cada vez más difuso en la oscuridad creciente del crepúsculo, se fundían en una atmósfera ajena a este mundo. Cuando una mínima variación en las montañas lejanas se sobreimprimía al rostro de la muchacha, Shimamura sentía una turbación de inexpresable belleza en el pecho. En el cielo aún se veían restos rojos del atardecer. Todo contorno individual se perdía en la distancia, el monótono paisaje de la montaña se hacía aun más vago a medida que se apagaban los últimos restos de color. Nada atraía la mirada, sólo quedaba dejarse llevar Mientras subía al coche, Shimamura miró los delicados carámbanos que colgaban goteantes del alero de la estación. El blanco de la nieve en el techo los hacía aun más blancos, como si un manto de silencio hubiera caído sobre la tierra."


Extraído de "País de Nieve"

martes, 5 de junio de 2012

la límpida crueldad de las llamas

"Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su rostro levantado. Un libro aterrizó, casi obedientemente como una paloma blanca, en sus manos, agitando las alas. A la débil e incierta luz, una página desgajada asomó, y era como un copo de nieve, con las palabras delicadamente impresas en ella. Con toda su prisa Y su celo, Montag sólo tuvo un instante para leer una línea ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos.

 -¡Montag, sube!

La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres.

Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira!

Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.

-¡Montag! El aludido se volvió con sobresalto.

-¡No te quedes ahí parado, estúpido!

Los libros yacían como grandes montones de peces puestos a secar. Los hombres bailaban, resbalaban y caían sobre ellos. Los títulos hacían brillar sus ojos dorados, caían, desaparecían.

-¡Petróleo!

Bombearon el frío fluido desde los tanques con el número 451 que llevaban sujetos a sus hombros. Cubrieron cada libro, inundaron las habitaciones.

Corrieron escaleras abajo; Montag avanzó en pos de ellos, entre los vapores del petróleo.

-¡Vamos, mujer!

Ésta se arrodilló entre los libros, acarició la empapada piel, el impregnado cartón, leyó los títulos dorados con los dedos mientras su mirada acusaba a Montag."

Extraído de "Fahrenheit 451" - Ray Bradbury

sábado, 2 de junio de 2012